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La reforma laboral



Uno de los rasgos sobresalientes de la iniciativa presidencial de reformas a la Ley Federal del  Trabajo, llamada con cierto exceso reforma laboral, es que llegó al Congreso, primero a San Lázaro, como Cámara de origen y después al Senado bajo la modalidad de  “Iniciativa preferente”.

Lo anterior significa que los integrantes del Congreso la tienen que dictaminar a fuerzas. No les fue posible archivarla en la congeladora esperando una coyuntura favorable que con frecuencia nunca llega, por lo que muchas  iniciativas, algunas valiosas,  tienen que dormir el sueño de los  justos.

Los legisladores pueden aprobarla o rechazarla,  pero no ignorarla. ¿Ingenioso, no es cierto?  

Nada cuesta reconocer que se trató de una jugada maestra por parte de  Felipe Calderón, que puso en jaque a los legisladores y también al Presidente electo, Enrique Peña. Dentro de unos días, antes de dejar Los Pinos,  Calderón podría presumir que fue el presidente que logró la  reforma laboral de la que tanto se ha hablado en los últimos lustros. Calderón  ya ganó. Los costos políticos del debate los están pagando otros actores políticos.

Como sea, la repartición de ganancias o pérdidas políticas entre la clase política debe importarnos menos  que el futuro del país. La iniciativa no es la panacea que cambiará las sombras en luz, nada de eso, pero sí moderniza el esquema de relaciones entre empleados y empleadores, al menos los que operan en el sector formal de la economía,  que por cierto no son todos. 

De  hecho, uno de los méritos de la propuesta es que posibilita la incorporación a la formalidad de gente que hoy labora en los suburbios de ella. No se habla de tocar ni con el pétalo de un cambio a los integrantes de los grandes sindicatos como universitarios, electricistas, telefonistas, burócratas, lo de ellos es otro boleto.

Expertos han dicho que los 400 mil empleos que auguró la Secretaría de  Trabajo son un sueño guajiro, pero de cualquier forma genera un mejor clima de negocios.  

No es, como dicen los pirómanos de la  izquierda, el fin del sindicalismo en México ni la legalización de la esclavitud. Explicarla de esta manera es de una simpleza supina, que sólo aspira a tener ganancia política.  Ni lámpara maravillosa ni mazmorra del Medioevo. El debate ha sido positivo, pues salieron a relucir algunos datos relevantes.

Sabía usted, por ejemplo,  que del total de trabajadores en el  país  solamente el 10 por ciento pertenece a algún sindicato.  Es una minoría.  Los líderes de esos sindicatos son nuevos ricos y despilfarran como tales.

Lo que urge, lo que verdaderamente no puede esperar,  son acciones que permitan dejar atrás el crecimiento mediocre de la economía. Una economía que crece poco no es un accidente estadístico, supone cientos de miles, acaso millones, de dramas personales  y  familiares. Supone que muchos compatriotas, sobre todo jóvenes, aunque no solamente ellos, no encuentran trabajo,  no tienen forma de mantenerse, no se pueden independizar, no pueden volar.

Si no hay crecimiento económico no hay empleos. No hay que vender simulacros. Si crecemos poco hay pocas plazas. No hay vuelta de hoja.  Suena fúnebre y lo es, pero el único lugar donde siempre encuentran opciones de trabajo son las bandas del crimen organizado. La delincuencia abre las puertas a quienes las encuentran cerradas en la sociedad.

En suma, si queremos resultados diferentes en materia de crecimiento económico hay que hacer las cosas de manera distinta. Hay que dejar atrás caminos conocidos que no conducen a ningún lado  y tomar el reto de buscar opciones diferentes.


Juan Manuel Asai

[email protected]

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