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Ocios y negocios en la pandemia



El encierro, total o incompleto al cual nos ha sometido la epidemia, ha dado lugar a toda clase de actividades cuya finalidad en muchos casos no es sino ocupar el tiempo, cuyo paso es lento y aburrido porque en el fondo toda casa es un ámbito repetido e inalterable, para cuyo conjuro a veces cambiamos los cuadros de lugar, lo cual nos conduce sin remedio al fastidio, porque entonces se deben repintar los muros donde en la sombra del óleo removido, aparece otro cuadro debajo de la pintura.
Hay quien ha hecho de la limpieza de los libreros todo un entretenimiento y en el afán de sacudir con trapo húmedo y limpiar las tapas de tomos y volúmenes, se ha encontrado ejemplares tan extraños como el Manual de gramática castellana, arreglado en lo fundamental conforme a la doctrina de Dn. Andrés Bello, por Carlos González Peña”, editado por Patria en la ciudad de México en 1953, cuya divulgación —por cierto—sería muy conveniente entre los redactores de cierta prensa fifí.
 
Un amigo mío me ha dicho confidente, cómo ha encontrado un remedio contra el insomnio atroz: se pone a trapear la casa entera a las tres de la mañana.
 
—¿Y eso te lleva al sueño?
 
—No, pero despierto a medio mundo y ya no soy yo el único insomne de la vigilia estéril.
 
En mi caso, el trabajo se ha sostenido. La diferencia es simple: en lugar de los estudios de Avenida Chapultepec, me enlazo por Skype o por Zoom y así se transmite desde Foro TV. Lo mismo sucede en la radio. La cámara del ipad se enciende en un atril y todo queda resuelto.
 
Estas colaboraciones viajan por internet. Y ya está. Lo demás es escribir, añorar la libertad de movimientos y pensar, sin convicción, en el futuro fin de la epidemia. En diciembre, me dicen algunos, ya podremos vivir como antes. Y yo siempre pregunto: ¿de qué año?
 
Pero mientras tanto, en lugar de trapear el piso me he puesto a escribir un relato de 50 años en el periodismo. Ya veré cuándo y cómo se edita este libro. Su hermano mayor fue publicado por el Conaculta hace 20 años, pero ahora no hay ninguna política cultural de fomento al periodismo. Ya no hay casi nada, excepto consulado en Turquía o asientos moleculares en la primera fila del lagoteo matutino.
 
En fin, cada quien sus clásicos.
 
Y casualmente mientras estaba redactando el episodio aquel de la noche triste del “boom”, cuando Vargas Llosa le pegó un  artero derechazo a García Márquez, llega la noticia de la muerte de Mercedes Barcha.
 
Yo acababa de escribir esto:
 
“…Encontré a Gabriel sentado en la banqueta con un pómulo hinchado y una ceja rota. Había,  ahí junto,  un restaurantito de hamburguesas llamado “Heaven Cielo”. Después de mucho batallar, la empleada aceptó venderme por 15 pesos una rodaja de carne molida cruda, “cruda, sin pan y sin nada”, decía sin saber cómo su molienda iría a parar al ojo izquierdo del escritor más importante de la lengua española, quien se dolía mortificado por una sola y obsesiva pregunta:
 
—Pero ¿qué le pasa a este hijoeputa?
 
—No se. Ponte esto, le dijo su ahijada, La China Mendoza convertida en enfermera.
 
“Mercedes Barcha era una furia ciclónica. A gritos le decía a Mario, cadete de mierda, soldadito de mierda, a mi marido le sobran las mujeres bonitas, hijoeputa, cadete… Y  no se callaba y aturdía hasta a la sombra de la farola de la esquina.
 
“Y entre el peyorativo grado militar y las imprecaciones familiares, se subieron a un auto y se fueron…”
 
Obviamente estas coincidencias —acababa yo de leer y compartir un maravilloso ensayo de García Márquez sobre José Asunción Silva, publicado con motivo del centenario del suicida—y cuando recordaba a Mercedes en aquel tempestuoso episodio, llega la noticia de su fin.
 
Muchos años después la vi por última vez.
 
Ésta con su marido y con Alvaro Mutis y su pareja en una animada comida en el restaurante El Cardenal de San Ángel, del cual el Nobel fue padrino inaugural. Gabriel llevaba esos espantosos y gigantescos anteojos de carey de sus últimos años y un  eterno saco de tweed inglés con tonos de mostaza. Mercedes tenía un  collar sencillo y un vestido oscuro.
 
Estaban sentados junto al ventanal y la luz tenía el mismo tono dorado de una copa de champaña, tanto como para no saber con certeza si la pareja de tantos años se bebía la luz o el vino.
 
Los saludé y me despedí, también por última vez de Álvaro Mutis.
 
Twitter: @CardonaRafael
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