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La quincena, el mundial y la ola



Obviamente en estos días es más importante el recuerdo de Manuel Seyde, por encima de la actualidad de Andrés Manuel, Meade o Anaya y las naves industriales. Dígase cuanto se quiera, pero “La fiesta del alarido” resulta ahora necesaria lectura, sobre todo frente a los abstrusos documentos de los intelectuales dedicados a ‘persuadirnos de lo mismo por lo cual ellos se convencieron: el inicio de una nueva etapa en la historia nacional.

Hoy el futbol se vuelve pachanga y liturgia continental, festejo y exhibición de habilidades para conducir una pelota con los pies, hasta hacer de esa actividad un arte efímero en movimiento, pero quien haya visto sobre el césped, no en la pantalla de televisión, a Edson Arantes Pelé, sabrá cómo la maestría es irrepetible don; reservado nada más para uno por encima de todos.

— ¿Por qué Pele juega así?

— Porque Dios me regaló el futbol, me dijo un día. Era una respuesta ensayada y repetida. Lo decía siempre, pero era verdad sobre todo si se cree en el dios repartidos de dones. A ti el balón, a García Márquez la Pluma, etc; a Maradona la gloria.

Sin embargo, otra historia hubo en el futbol cuya sola naturaleza trágica y semi divina nos podría conmover a lo largo del tiempo. Hoy, cuando el mundo festeja el inicio de otra Copa (jugo que viviré hasta mediados del 70 para beberme la copa del mundo decía más o menos Efraín Huerta), vale la pena escuchar ese oscuro candombe de Alfredo Zitarrosa en cuyos pocos minutos de música (https://www.youtube.com/watch?v=4mS21i5OZgY) se narra la historia de un desheredado, divinizado y caído en el agujero profundo de su propia soledad, de su triste incomprensión, de su mal, de su derrota.

Esos son los nuevos ángeles caídos. No Luzbel.

Lo lleva atado al pie, como una luna atada al flanco de un jinete,

lo juega sin saber que juega el sentimiento de una muchedumbre,

y le pega tan suave, tan corto, tan bello,

que el balón es palomo de comba en el vuelo,

y lo toca tan justo, tan leve, tan quedo,

que lo limpia de barro y lo cuelga del cielo,

¡y se estremece la gente, y lo ovaciona la gente!

Lo lleva unido al pie, como un equilibrista unido va a la muerte,

lo esconde —no se ve— le infunde magia y vida y luego lo devuelve,

y se escapa, lo engaña, lo deja, lo quiere,

y el balón le persigue, le cela, le hiere,

y se juntan y danzan y grita la gente,

y se abrazan y ruedan por entre las redes,

¡y se estremece la gente, y lo ovaciona la gente!

¿Quién se llevó de pronto la multitud?

¿Quién le robó de pronto la juventud?

¿Quién le quitó de un golpe el hechizo mágico del balón?

¿Quién le enredó en la sombra la pierna, el flanco y el corazón?

¿Quién le llenó su copa en la soledad?

¿Quién lo empujó de golpe a la realidad?

¿Quién lo volvió al suburbio penoso y turbio de la niñez?

¿Quién le gritó en la cara: —Usted no es nada, ya no es usted?

Ya no es usted, señor, ya no es usted.*

El último balón lo para con el pecho y junto al pie lo duerme,

lo mira y sólo ve cenizas del amor que estremeció a la gente,

y lo pierde en la hierba, lo deja, lo olvida,

no lo quiere, le teme, no puede, no atina,

y se siente de nuevo enterrado en la vida,

y el balón se le escapa entre insultos y risas,

¡y se enfurece la gente, y le abuchea la gente!

¿Quién se llevó de pronto la multitud?

¿Quién le robó de pronto la juventud?

¿Quién le quitó de un golpe el hechizo mágico del balón?

¿Quién le enredó en la sombra la pierna, el flanco y el corazón?

¿Quién le llenó su copa en la soledad?

¿Quién lo empujó de golpe a la realidad?

¿Quién lo volvió al suburbio penoso y turbio de la niñez?

¿Quién le gritó en la cara:

— Usted no es nada, ya no es usted

Ya no es usted señor, ya no es usted…

Usted no es nada; ya no es usted. Triste destino del ídolo derrumbado. Oscuro destino del héroe sin la gloria de Aquiles ni la vida maravillosa de Di Stefano a Yashin, o si se quiere en la versión rudimentaria de Cuauhtémoc Blanco.

Hoy todos somos futbol. Gracias a mis amigos de antes por enseñarme la maravilla del juego. A Don Manuel, a Ángel, a Marcos, a Borja.

AZTECA

Por unas horas el Estadio Azteca cambió de nombre. Emilio Azcárraga Milmo fue persuadido de modificarlo porque así se llama la TV competidora y cada mención del estadio era una mención del otro canal.

Estadio Guillermo Cañedo se dijo para homenaje del negociador de la TV en la FIFA. Y así fue, hasta la contratación, también efímera, de su hijo, en… ¡TV Azteca!

Y va de regreso el nombre de antes para este estadio cuya larga vida le ha permitido tres copas mundiales y el cierre de campaña de tres presidentes de la República. Bueno, uno quizá no lo sea.

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