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La otra batalla



Cuando la sociedad estaba atenta a la reunión en la cual se dio un giro a la actitud del gobierno en torno de la epidemia de Coronavirus y se decretó el estado de emergencia sanitaria por causa de fuerza mayor, se reconocieron varias cosas, la principal la existencia de una situación reacia a confesar su nombre, como antiguamente sucedía con el amor entre los homosexuales (Lord Alfred dixit).
 
Pero la emergencia salió del closet. Los demás, nos metimos a la casa.
 
Y quien también salió del armario fue la vicepresidencia de la República, porque por más como una trate de entender cuáles son los pífanos de Marcelo Ebrard en esta orquesta, no alcanza a entender cómo el responsable de lo exterior, esta presente y cantante, en una asamblea virtual para atender  asuntos  internos.
 
O la señora Olga Sánchez Cordero no sirve para nada o Don Marcelo sirve para todo, mientras opera el servicio de taxi aéreo en el rescate de mexicanos varados por allá y acullá.
 
La emergencia tiene dos rostros: el sanitario y el económico y una columna vertebral: la coordinación con los gobiernos estatales y las organizaciones sociales; la política pues.
 
Por eso no se entiende la presencia de Marcelo en una plática virtual de cuatro horas con los gobernadores, en cuyo ríspido (a veces) curso, se presentaron peticiones de acuerdo (no logrado en muchos aspectos), entre las soberanías estatales  y el poder federal.
 
Marcelo, en la reunión sanitaria (prefiero llamarla así y no de instalación del Comité de Salud), fue una especie de aval de la presidencia, mientras el pobre secretario de Salud, Don Jorge Alcocer, tan docto para otras cosas (si, ya sabemos de su Premio Nacional de Ciencias, pero no de locución), titubeaba como improvisado y mal maestro de ceremonias. López Gatell, en su papel.
 
“Quédense en casa, quédense en casa, quédense en casa”.
 
Es de esperarse otro elenco en el presídium del próximo domingo, excepto si el plan emergente se presenta como un monólogo presidencial. Pero por congruencia lo debería acompañar el secretario de Hacienda, Arturo Herrera, cuyo rostro de angustia ya pesa demasiado. Las cuentas no le salen, ni le saldrán, si desde el Palacio Nacional se sigue confundiendo la magnesia con la gimnasia.
 
En esa fecha se hablará de  otra emergencia cuyas dimensiones, quizá sean superiores al COVID-19. La epidemia recae sobre los enfermos y tarde o temprano pasa. La ruina recaerá sobre todos y tarde más tiempo en corregirse.
 
Estamos a las puertas de la quiebra económica de un país recesivo, paralizado desde hace más de un año, con crecimiento cero prolongado y con expectativas de “crecimiento negativo”, dominado por la informalidad, paralizado por la crisis sanitaria y con una de sus principales exportaciones a precios de ruina y una industria petrolera en el fondo del barril, para cuyo rescate se ha hecho exactamente lo adverso a una posibilidad de éxito: se han  ahuyentado inversiones, se insiste en extraer crudo malo y barato, se olvida la petroquímica y se manejan las cosas con un criterio agronómico de los hidrocarburos.
 
Peor, imposible.
 
Ya ni siquiera insistir en torno de la antieconómica inversión de construir una refinería de petróleo en los pantanos tabasqueños para satisfacer quien sabe cuál de las obsesiones locales. Mucho menos en la pertinencia de reorientar las obras públicas y las obras de infraestructura. Los dogmas no son negociables. Los caprichos, tampoco.
 
Así como se presentó el decreto de  Emergencia Sanitaria se nos promete presentar otro documento toral, quizá una estrategia urgente con el cual se sustituya, de plano, el defectuoso Plan Nacional de Desarrollo, el cual –salvo para cumplir con la ley--, no ha servido ni para untárselo al queso y mucho menos como herramienta para resolver los nuevos problemas el país, inexistentes cuando se hizo tan farragoso y declamatorio plan sin desarrollo.
 
El Presidente se ha rehusado a condonaciones fiscales en este lapso cuando muchas empresas van a quebrar, con impuestos o sin ellos. No se le pide condonación, sino restructuración de pagos.
 
Resulta inconcebible: los banqueros, epítomes de la avaricia, la codicia y demás conducta, han diferido los pagos de sus deudores. No van a regalarle dinero a nadie, no se pide eso, se pide comprensión ante la circunstancia. El gobierno podría extender los plazos no condonar créditos, no aplicar multas, olvidarse de los recargos, no gritar amenazador, “cáite cadáver”.
 
¡Ah!; pero tenemos, dice el líder, la fuerza de la cultura.
 
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