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El desencanto democrático



Las elecciones son hasta ahora algo demasiado costoso como para no darse cuenta de la necesidad de cambiarles el modelo.

Imposible todavía conocer resultados definitivos de los abroncadas elecciones de ayer. Si antes las elecciones debían esperar la conformación de Colegios Electorales para llegar a su culminación en los hechos, ahora quedan siempre las instancias judiciales; es decir, la decisión del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación cuyo prestigio, por cierto, no ha crecido en los últimos meses, dada su confrontación teórico jurídica frente al Instituto Nacional Electoral. Cada quien ha interpretado la ley de acuerdo con su saber y su entender y el divorcio ha sido evidente y riesgoso, dicen los más.

Las elecciones son hasta ahora algo demasiado costoso como para no darse cuenta de la necesidad de cambiarles el modelo.

Los partidos subvencionados, las carretadas de dinero por fuera del subsidio estatal; las aportaciones privadas; el disimulo de las autoridades en el dispendio de obsequios o sobornos, como se les quiera ver, en tiempos de campaña; las campañas mismas, su extensión, su duración, su insoportable presencia en los medios machacones e imaginariamente equilibrados; la justicia de un reparto injusto de tiempos en la radio y la TV; la “espotización” del pensamiento político, cuya naturaleza lo debería alejar de la factura comercial; y en general toda esta mecánica casi de contienda deportiva, son cuestiones frente a las cuales algo se debe hacer.

Durante mucho tiempo se creyó haber encontrado la piedra filosofal cuya oportunidad nos iba a abrir las puertas de una jamás vista decencia política.

Si construíamos la democracia con una amplia participación ciudadana desde la mecánica electoral misma, si los votos iban a ser libremente emitidos, limpiamente contados y genuinamente considerados para darle legitimidad a quien ostentara cargos públicos, todo lo demás vendría por consecuencia y añadidura. Se apostó por la “ciudadanización” sin darse cuenta (o sin querer darse cuenta) de un factor evidente: los ciudadanos también construyeron —los mismos—, la fórmula de los partidos y sus estructuras.

El problema quizá radique en el fracaso de esa idea: poner a los ciudadanos aleatoriamente insaculados en el pale de administradores electorales temporales, es decir, en jefes de casilla, revisores y fugaces burócratas de la contabilidad del sufragio, no garantiza nada. Mucho menos se ofrece garantía alguna cuando los consejeros electorales viven (en teoría) al margen de las fuerzas en pugna y contienda.

Y si durante algunos momentos de esplendor, en concreto la elección por cuya alternancia llegó a la presidencia Vicente Fox, el Instituto Federal Electoral funcionó correctamente (sin dejar de ser por ello caro y oneroso), el truculento mecanismo de presión por el cual fue extinguido tras el dudoso resultado del 2006, echó abajo sus méritos originales.

Pero no es el problema nada más del Instituto Nacional Electoral o los órganos locales.

El problema consiste en las ligas entre la administración pública y la política electoral. Por obvia razón los gobiernos provenientes de partidos políticos desean prolongar sus dominios. No sólo por una lógica necesidad de continuismo en sus programas y formas de actuar, sino apara afianzar el dominio de grupos y tendencias ideológicas, pero principalmente (y ésta es la causa real) negocios y beneficios.

Y quien dice negocios y beneficios dice también corruptelas y operaciones dudosas.

Por eso hoy vemos cómo horas antes de la contienda se observan en todas partes brotes violentos. No son esas expresiones efecto de la disputa ideológica, sino del afán de dominio y amedrentamiento de los ciudadanos.

Tiros y bombas molotov en Zacatecas y Veracruz, donde hasta una cabeza humana fue arrojada cerca de donde se instalaría una casilla en Emiliano Zapata; roces con la fuerza pública en Hidalgo, ataques a autobuses con acarreo de militantes en Sinaloa, reparto de tinacos y despensas en la Ciudad de México, brotes violentos en los lejanos municipios de Chihuahua.

Pero sea como sea mañana amaneceremos con mil 819 cargos renovados en 14 entidades del país. La capital de la República habrá elegido a sesenta diputados fundadores, cuya obra (diría el cursi) trascenderá el tiempo y nos dará una primera y esplendorosa Constitución, lo cual le vamos a untar gozosamente al queso de nuestras ilusiones.

Doce nuevos gobernadores entonarán el cántico de la transformación de sus estados y la justicia para sus antecesores, lo cual quizá ocurra en uno o dos casos, más por venganza menos por justicia. También se nos presentarán casi mil nuevos presidentes municipales en otros tantos ayuntamientos cuya condición, sea cual sea, no cambiará en su trienio.

Los jilgueros nos hablarán (o gorjearán) sobre la importancia de la jornada ejemplar y democrática, y las cosas, en poco tiempo, volverán a ser como siempre, como antes.

Y con los resultados en la mano, con la nueva distribución del poder encima del tapete verde del juego ambicioso de la política, comenzará la lucha feroz y marrana por la presidencia nacional. Sólo quedan seis meses de este año y los tórridos semestres por venir del 2017, cuya faz ya se dibuja horrible.

Al menos para la pelea feroz y la navaja en los espolones. Lo veremos.

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