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Envidiosos y periodistas



Hace unos días vimos una imagen conmovedora: con el estoicismo de quien enfrenta al poder sin importarle las consecuencias, un compañero de la revista Proceso (Álvaro Delgado) se plantó frente al presidente Enrique Peña Nieto y con una pancarta mínima, le exigió un cambio de rumbo en la delicada cuestión de la protección a los periodistas vulnerables.

Recordaba la escena aquella tan famosa de un chino solitario con la bolsa del mercado, impertérrito y solo frente a un tanque en la Plaza Tiananmén, en impresionante alegoría del hombre cara a cara contra la brutalidad del poder. En este caso no era para tanto.

Los elementos del Estado Mayor Presidencial se aproximaron y el Ejecutivo les dijo, déjenlo en paz, estamos aquí por motivos de la libre expresión y ésta es una de sus formas.

Y como las muchachas en bikini cuando anuncian los episodios de una pelea de box en Las Vegas (o de perdida la Arena Coliseo), Delgado —severo el gesto—, giró sobre su eje y dejó ver con toda amplitud las dimensiones contestatarias de su osada cartulina.

Pero esa preocupación por la libre expresión y el ejercicio de la actividad periodística fueron frecuentes en el curso de la semana anterior.

Los periodistas cuya profesión resulta despreciada hasta por ellos mismos (ahora diré por qué), decidieron hacer foros y reuniones: desplegar banderas negras frente al Palacio de Bellas Artes y sesionar para devanarse los sesos en lucubraciones sobre la profesión, sus riesgos y la impunidad de los ataques contra decenas de compañeros, en el Palacio de Correos. El resultado de ese y otros foros ha sido siempre el mismo: ninguno.

Por eso he dicho sobre el desprecio interno del gremio sobre las penitencias de la profesión. Salir a la calle con pancartas, banderas luctuosas, en marchas o concentraciones; decenas de cámaras en el suelo y todo lo demás, no es sino descreer de la utilidad de escribir las cosas, usar los medios para defender a los profesionales de los medios.

Las manifestaciones callejeras están bien para quienes no tienen tribunas ni micrófonos, ni textos ni diarios o semanarios. Los medios, tradicionales o no, son en sí mismos los vehículos de toda protesta. Pero ahora resulta: algunos no tienen lectores; tienen seguidores o manifestantes.

Pero si la libertad de expresión es la libertad de la palabra, básicamente, llenemos el mundo con frases.

Hablemos y hablemos, digamos y digamos más.

En ese sentido vale la pena revisar las palabras del subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, quien ha dicho: “la falla principal es que no hemos sido capaces como mecanismo (de protección) de ganar la confianza de los periodistas…”

Muchos hemos insistido en la imposibilidad de proteger a los periodistas en un país donde no se puede proteger a nadie. Ni a los taxistas ni a los redactores, ni a los ciudadanos ni a las niñas de 15 años arriba de las “peseras” en Ciudad Neza. La obligación del Estado no es cuidar periodistas, es proteger a la sociedad. Y eso no se está haciendo.

Como tampoco se está castigando a los perpetradores de estos crímenes contra periodistas ni a los otros contra 160 mil víctimas, cuotas de todo tipo de violencia.

ENVIDIA

Veo tres fotografías en la sección cultural de El Universal. En una de ellas sobre una escalinata, frente a una escultura casi infantil de un hombre con una bocina (parece anuncio de vulcanizadora), sostiene con la mano izquierda su mejilla y nos mira desde el fondo de sus anteojos de pasta negra como si estuviera interrogando al infinito.

En la segunda imagen una mala inspiración de la serpiente de Goeritz (estuvo ubicada en “El Eco” y ahora está en Monterrey), sugiere un logotipo de la desparecida Mexicana de Aviación y en sus prolongaciones nos ofrece un “desnudo en espiral”. Parece galleta de “animalitos”.

En la tercera imagen una columna segmentada y articulada (al parecer), se muestra con toda la contundencia de perchero de piedra. El hombre sentado en la escalera y autor de las piezas es Pedro Reyes, quien se define a sí mismo como un artista “con personalidad múltiple”. Vaya, pues.

Pero el señor Reyes padece el feo pecado de la envidia. Habla de una tradición de escultura monumental mexicana interrumpida en 1990 en parte por la tragedia “sebastina”; es decir, la irrupción del escultor Sebastian, quien ha arrasado en México y otros países con su arte monumental (y pronto con sus nano esculturas de cinco micras) casi siempre en acero.

“Ni un Sebastian más”, le llama Reyes a una especie de manifiesto aún no escrito.

Pero no lo hace sin un bonito pretexto. Se trata —dice— de impedir el gasto público en arte de mala calidad, excepto, claro, si se tratara de sus obras, entonces bueno, el gasto público sería comprensible, necesario, justo, bien provechoso, productivo y ejemplar.

Yo no sé de arte como Reyes. Tampoco tanto como Alexander Calder, pero éste me dijo (con Goeritz, en una mesa del hotel Taft): “Sebastian es un estupendo artista”.

No, de Reyes no me dijeron nada ninguno de los dos. Quizá no había nacido.


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