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Los riesgos de la profesión



Llega astroso, pobre y deslucido el veterano periodista cuya mejor época fue cuando Bucareli era el equivalente a la “Fleet Street” de Londres, donde se afincaban (hasta hace poco) los periódicos del Reino Unido. Hasta The Guardian. Pero valga la metonimia.

—Jefe, deme trabajo. Ando muy amolado.

—¿Y qué quieres?, le preguntó el dueño del periódico.

—Una columna.

—¿Y yo qué me gano con eso?

—Pues lo que necesite, jefe. Usted me dice las calumnias y yo les pongo los nombres.

Obviamente es un mal chiste. Pero algo tiene de cierto, como todos los juegos de humor, según nos ha dicho el doctor Freud. Nada tan serio como una broma.

Y esto me vino a la memoria porque hace unos días en los Estados Unidos, ese país cuya forma de vida con tanta frecuencia es modelo mal imitado por los mexicanos, se presentó un caso singular cuya propagación aquí pondría en riesgo la supervivencia de más de uno de mis distinguidos colegas “calumnistas”, como nos dicen los malquerientes.

La señora Kathleen G. Kane (D), fiscal general de Pennsylvania (cargo al cual se arriba por elección) fue condenada el pasado día 14, por nueve delitos, entre ellos perjurio (mentir ante una autoridad judicial) y conspiración criminal. La forma para cometer eso delitos fue simple: le filtró información políticamente dañina y administrativamente reservada, a la prensa para perjudicar a un adversario.

La información del NYT da cuenta de cómo Kane, a quien llaman una estrella en ascenso (ahora en sentido inverso) del Partido Demócrata, habría proporcionado datos del Gran Jurado a los medios, para dañar al otro aspirante a la Fiscalía, Frank Fina, y luego mentido para encubrir la maniobra.

Todo un guión de House of cards, por lo visto, pero sin la astucia de Frank Underwood.

El juez Kevin Steele, quien le dictó condena a la acusada, se refirió a un “mail” enviado por ella en el cual decía: “esto es la guerra”. Y acto seguido distribuyó información explosiva contra su rival. Si bien la nota no dice cómo se hizo esa guerra es fácil imaginarlo. Indiscreciones, sexualidades torcidas, dineros mal habidos, etc.

En México de pronto escuchamos grabaciones en las cuales se revelan datos escandalosos; truculencias groseras, conductas inmorales. Obviamente esas grabaciones son en sí mismas un delito, pero eso a nadie le importa. Los medios las propagan y los acusadores se disfrazan de manos anónimas. La sacrosanta libertad de expresión es con mucha frecuencia el pretexto para encubrir toda clase de canalladas. A nadie le duele. Se trata de levantar ámpula aun cuando la ampolla reviente y todos quedemos salpicados con la pus. No le hace.

Hace unos meses, con motivo de la filtración de datos del Registro Público de la Propiedad (dependiente del Gobierno de la Ciudad de México), estalló el escándalo de la Casa Blanca, amparado por la liberalidad de una “investigación periodística”. A pesar de ello Marcelo Ebrard, quien fue señalado como el promotor de la pesquisa, se fue de México al parecer por el resto del sexenio. La ruina de la Línea Dorada y la sospecha de una filtración demoledora del prestigio del Presidente y su familia, lo convirtieron en el Porfirio Díaz de una generación. Y así anda, de París a Tegucigalpa. Pero el método sigue siendo el mismo.

Filtrar información (alimento natural de la prensa) es la forma política más eficaz de tirar piedras y esconder las manos.

Los delatores se llevan sus secretos a la tumba, pero primero esparcen algunos de ellos para cumplir venganzas o tomar desquites. El caso más célebre de la historia es aquella exitosa campaña contra Richard Nixon, acusado de felonías bastante menores (si se las mira con los ojos de hechos recientes aquí y allá), por un resentido subdirector del FBI (William Mark Felt) quien se sintió injustamente tratado por Tricky Dicky y alimentó a los periodistas del Washington Post hasta derribar al Presidente de su silla en la Casa Blanca.

Hoy se sabe, los “héroes” del periodismo independiente, libre, democrático y redentor, eran unos simples peones en el juego de poder de fuerzas ocultas.

El dueño del guiñol conoce a los títeres, las marionetas casi nunca saben quién es el titiritero.

Por eso en este país se inmortalizó la frase persuasiva de mi amigo Mauro Jiménez Lazcano, quien ante la información proveniente de Los Pinos nos recomendaba a los reporteros de entonces una línea o dos. Y nos decía bonachón:

—Ahí, como cosa tuya.

¿DE QUIÉN SON?

Con motivo de la transformación diamantina de las cenizas de Luis Barragán, el Congreso de Jalisco ha recibido una propuesta legislativa para impedir el retiro de los restos de cualquier jalisciense ilustre de la Rotonda donde se alaba su memoria, especialmente si proviene de una voluntad expresa de los familiares.

—¿De quién es un muerto, pues?

O dicho de otro modo, huesos cenizas o despojos, pasan a ser propiedad del Estado. Ni Orwell o Huxley lo soñaron.

La iniciativa fue presentada (¡cuánto ocio!) por la diputada Rocío Corona Nakamura.

 

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