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El poder presidencial, ala y cadena



Nada eleva tanto a un hombre como el poder.

Ni la bondad, ni el genio, ni el talento o la santidad. Ésa menos: para serlo se necesita primero morir.

Primero en todo, por encima de todos, el líder por cuya tenacidad, habilidad, talento y capacidades diversas, otros lo han subido a la punta de la pirámide, no vuelve nunca a ser un hombre como el resto. Ninguno de sus actos tendrá nunca más la simplicidad de las cosas simples, así haga cosas simples.

Lo ordinario, en sus manos y hasta en sus pies, se vuelve extraordinario. Su alimento favorito se vuelve platillo de moda (después de un sexenio de comidas lambisconas con sopa de fideos, de la cual dije gustar en un principio, me harté de fideos hasta la repugnancia, me dijo un día Miguel de la Madrid) ; sus gustos personales, materia de imitación. Todos se ponen la guayabera cuando él la usa y todos fingen la misma naturalidad del líder cuando no lo era todavía, cuando no estaba reconocido.

Por eso el poder cansa, porque no hay nada sincero en su derredor. Sus colaboradores lo idolatran o fingen hacerlo y poco a poco él va creyendo en la excepcional naturaleza de su personalidad.

Comienza a sentirse único, casi divino; con urgencia, tal hacían los generales en pos de la consagración victoriosa en la Roma Imperial, un esclavo (vaya paradoja), de cuyos labios brote como suave murmullo de paloma: “Respice post te, hominem te esse memento. (“Mira atrás y recuerda que sólo eres un hombre”).

Pero el poder es también como un sueño. Puede llegar a la pesadilla, pero también puede provocar la felicidad. Y lo grave empieza cuando se termina ese sueño y hay un brusco regreso al mundo real.

La tendencia natural es aferrarse al sueño. Prolongar el ejercicio del poder hasta donde den las fuerzas o permitan las masas, como es —por ejemplo—, el caso ahora visible del traidor Daniel Ortega. Traidor al pueblo, traidor a la esperanza por cuyo vuelo guerrillero llegó al poder.

No hablemos ahora de Nicolás Maduro, pues esta columna pretende a veces un mínimo de seriedad.

Mejor sería revisar algunos casos de cuando los poderosos dejan de serlo, cuando en los ejercicios democráticos electorales se cumple su tiempo y se agota su era, su periodo, cuando su efigie comienza a borrarse de las miradas ajenas, cuando todos sus defectos brotan de golpe, cuando los leales se comportan como siempre fueron, desleales; cuando la mirada busca un nuevo horizonte y no queda nadie para ir a jugar al golf y quien queda ya aburre, ya cansa o no se deja ganar como ocurría en otras ocasiones.

Por razones profesionales conocí, así haya sido en algunos casos con la fugacidad de una conversación instantánea a casi todos los expresidentes de México del tiempo posrevolucionario. Casi. Portes Gil, Cárdenas, Alemán, Ruiz Cortines, Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo, De la Madrid, Salinas, Zedillo, y los recientes, hasta el próximo.

Vi a algunos dejar el cargo y perderse en una noche de rescate personal. Portes Gil en su maravillosa casa de Polanco donde ahora funciona un restaurante y una tienda de diseño alemán. Ruiz Cortines en su encierro de San José Insurgentes.

La última charla con Díaz Ordaz fue en el aeropuerto de Nueva York. Impecable, con un hermoso traje azul claro; iba a Boston, con su hija y su yerno, a un juego de béisbol de la serie mundial. Discreto lo acompañaba un ayudante. Nada relacionado con la faraónica corte de ayudantes cuyo contrato ahora Andrés Manuel quiere terminar.

A don Miguel Alemán lo vi en repetidas sesiones del Consejo Nacional de Turismo y al general Lázaro Cárdenas, al final de una gira de reparto, con Norberto Aguirre Palancares como jefe del Departamento de Asuntos Agrarios y Colonización.

Con Echeverría viajé por medio mundo y lo vi por última ocasión en su casa, cuando lo fueron a visitar los diputados del oportunista empeño de constituir una Comisión de la Verdad para elucidar los hechos del 68, de los cuales Díaz Ordaz se responsabilizó plena y públicamente en su informe de gobierno. Lo demás son aprovechamientos industriales por los cuales fue este expresidente el único en haber sufrido encierro domiciliario por más de dos años.

Los demás vivieron de encargos menores. La Comisión del Balsas para El Tata, el ya dicho consejo, para Alemán. La embajada en España para Díaz Ordaz, las Islas Fidji para Echeverría; el Fondo de Cultura Económica para De la Madrid, el exilio para Salinas y Zedillo (quien se acogió a la residencia estadunidense) y Felipe Calderón obsesionado por reelegirse con una candidatura cómico-trágica para su esposa.

Fox sueña con la mariguana en cajetillas y de Enrique Peña no se sabe cuál será su actividad futura. No es un académico como Zedillo, ni un hombre de pasividad como otros a quienes la edad apaciguó a golpes de tiempo.

Es demasiado joven y Toluca le queda demasiado chica.

Pero ninguno de ellos ha sido más feliz sin poder. Eso es un hecho.

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