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Reforma electoral y otras maniobras



En el Senado se debate sobre la fecha en la cual se debe hacer la consulta legal para revocar el mandato presidencial, gracias a una idea, más bien, una exigencia,  del presidente revocable, quien realmente no quiere correr el riego de perder el cargo constitucional y legal sobre cuya legitimidad ahora sostiene su intensa actividad política, sino acrecentar el poder de su partido con un  ensayo electoral a la mitad del mandato.

Y no es como antes: dos consultas  bienales. Ahora, una a medio camino.

Los opositores se quejan de la persistente campaña electoral de cada día a través de las conferencias matutinas, y no reparan en el fondo real del arrastre del gobierno: los programas sociales (mejor sería decirles programas electorales), con  cuyos simples anuncios la aplanadora morenista arrasa con cualquier obstáculo, mientras los mítines de fin de semana —en cualquier parte del país—sólo sirven para consultar, a mano alzada, los destinos de la patria.

Esa innecesaria pero muy lucidora forma de medir los signos vitales de  Morena, con la farsa de una consulta al pueblo sobre la conveniencia de cubrir el mandato sexenal constitucional; es decir, consultar para cumplir la ley, forma parte de un conjunto de acciones todas dotadas de magníficos disfraces.

El más lucidor de estos ropajes es —obviamente—la austeridad, la cual no debería ser en sí misma un fin, sino una forma de trabajar en favor de una mejor administración y no de financiar los programas electorales del partido desde el gobierno. Pero eso lo sabemos y lo padecimos en demasía (ahora en exceso), desde los tiempos del PRI.

Pero el conjunto es abrumador y una de las estrategias, ya cumplida, es la asfixia financiera de los demás partidos.

Si el resultado electoral de la derrota mermó los ingresos de los derrotados a casi la mitad  en algunos casos, como el del PRI, la reducción de prerrogativas para todos, hará todavía más escuálidos los recursos. No importa si Morena sufre también una reducción: su peso y volumen electoral le permiten ese lujo y muchos más: cuenta para sí con toda la propaganda del gobierno, la cual es absoluta, y con una capacidad territorial de operación también enorme, en la cual hasta los hijos del Presidente intervienen.

Los partidos no necesitan dinero en efectivo: cuando necesitan movilizarse tienen a los gobernadores. O los tenían, excepto en los casos donde Morena tiene gobernadores o congresos. Ésos operan en favor de su bandera.

Otro elemento de control electoral son los “superdelegados”. Véase nada más el caso (por ahora  no se vean los resultados), de Veracruz,  donde Cuitláhuac se merece como nunca la etimología, como definición  de su trabajo.

En esas condiciones se embiste al Instituto Nacional Electoral, el cual en su corta vida ya supera en parches y remiendos a la criatura del doctor Víctor Frankenstein, y cuyo consejo general vive la amenaza de un  achicamiento para dejarlo de las dimensiones manejables por quien lo desea disminuir: el gobierno, cuyo largo brazo desea controlarlo todo, mediante la extinción de los actuales órganos locales. 

Pablo Gómez lo disfrazó así:

“…Morena no quiere controlar a los órganos electorales ni quiere imponer a nadie. Morena no quiere poner a las autoridades electorales, pero tampoco quiere que otros partidos lo sigan haciendo y que sigan poniendo a los consejeros electorales…

“Nosotros, para empezar, lo que vamos a proponer es cambiar todo el andamiaje y cambiar los métodos; que desaparezca el Consejo General de INE, no sólo reducirlo. Propondremos convertir al INE en lo que siempre debió haber sido: un organismo técnico y no político. Debe ser técnico e imparcial”.

La verdadera vocación de este gobierno no es la administración pública. Es la ganancia electoral. Siempre lo ha sido. El ansia de poder  no se sacia con el poder presidencial. Se necesita el poder total, absoluto.

Y hacia allá vamos. Atropellando todo,  aplastando todo, arrasando todo, excepto las indicaciones de Donald Trump. Ahí, como decía Truman: “the buck stops”.

 

PRI. Algunos dicen: la renuncia del doctor José Narro fracturó al PRI.

Yo no lo creo.

El PRI ya estaba roto sin remedio desde el sexenio pasado, especialmente cuando una asamblea indigna, le concedió una candidatura presidencial a quien demostraba, con ufanía, no ser priista.

Ahí debieron renunciar todos quienes ahora se quejan. O cuando Enrique Peña Nieto sumó ocho cambios en la presidencia del Comité Ejecutivo Nacional en un  sexenio. El doctor Narro nunca debió haber aceptado la posición a la cual ahora ha renunciado.

 

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