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Raíces éticas y humanistas de la tecnología en el México prehispánico



El concepto de tecnología

Los términos “técnica” y “tecnología” se utilizan como sinónimos en varias lenguas, y en algunas (como por ejemplo el inglés) se usa prácticamente uno sólo de ellos. Sin embargo, en el sector de los estudios especializados de filosofía de la tecnología se ha difundido la convención de indicar como “técnica” todo el conjunto de habilidades prácticas que permiten realizar de manera más eficaz ciertos objetivos, sobre todo materiales, y por consiguiente consiste en la realización de “artefactos” cuya invención y mejoría es fruto de experiencia. Con tecnología se entiende un conjunto de operaciones eficaces cuya determinación se basa en conocimientos teóricos específicos que, históricamente hablando,  consisten en el contenido de diversas ciencias. Por consiguiente la tecnología, que por brevedad podemos caracterizar como ciencia aplicada, es un fenómeno típico de la civilización moderna y, en particular, occidental (que luego se ha difundido a todo el planeta). Expresión típica de la técnica es la herramienta, producto típico de la tecnología es la máquina.


Una vez asentada así la cuestión podemos plantear la pregunta si las culturas del México prehispánico poseían o no poseían una tecnología.  Hay autores modernos, de inspiración implícitamente positivista, quienes afirman que el México antiguo presentaba una cultura muy pobre y atrasada, tanto es verdad que en ello no se conocía la rueda o el uso del los animales de carga, ni había una escritura fonética, etc. Reconociendo lo que de verdadero hay en dichas afirmaciones, podemos admitir que la técnica de aquellos pueblos era relativamente rudimental (pero se trataría de investigar los diferentes sectores de la actividad humana para pronunciar este juicio generalizado); sin embargo hay que notar que una tecnología  avanzada no coincide con la producción de instrumentos materiales complicados, sino con la utilización de conocimientos teóricos complejos. Una prueba evidente de este hecho nos la ofrece la situación actual de la propia civilización occidental: en ella las tecnologías más avanzadas son aquellas cuyos productos contienen mucha “inteligencia”, muchos “conocimientos” que se traducen en software de computadoras o procesadores en los cuales el soporte material no es lo más esencial.  Si nos colocamos de este punto de vista, no es difícil reconocer que los antiguos mexicanos contaban con una ciencia aplicada, y entonces con una tecnología, muy avanzada y vamos a considerar unos ejemplos.

La astronomía

No es una novedad que los antiguos mexicanos, y en particular los Mayas, poseían conocimientos astronómicos amplios y exactos, que se reflejaban en su capacidad de medir el tiempo y en las expresiones de su arquitectura, es decir en los proyectos (orientación, estructura, funcionalidad) de sus monumentos y templos,  Todo eso implicaba en primer lugar una observación instrumental de los fenómenos celestes y, si es verdad que la astronomía moderna nace con la construcción y utilización sistemática del telescopio (Galileo), es decir de un instrumento óptico, no es menos verdadero que los antiguos tenían también sus instrumentos y, entre ellos, destacan por su complejidad justamente los observatorios prehispánicos mexicanos, cuyo ejemplo más famoso (pero no único) es el de Chichen Itzá. El hecho de que los arqueólogos modernos no lleguen a entender completamente como estas construcciones de piedra, con sus dimensiones, ángulos y orientaciones, permitiesen conseguir determinaciones exactas y previsiones del curso y las apariencias de los astros, lejos de inducirnos a considerarlas como productos “rudimentarios” , nos obliga a reconocer que un notable espesor de “teoría” quedaba atrás de ellas (al igual de lo que pasa cuando encontramos un instrumento desconocido pero muy eficaz: no pensamos que su eficacia es un puro fruto del azar, sino intentamos entender las “razones” de dicha eficacia, que se hallan en su estructura y manera de funcionar). Además de la observación instrumental y de una elaborada construcción teórica aquella astronomía se basaba evidentemente en una considerable capacidad de cálculo matemático, sin el cual ninguna previsión sería posible, sobre todo de fenómenos periódicos.


Es aquí que encontramos la dimensión práctica de esa astronomía, es decir la dimensión que le permite ser la base de una o varias tecnologías. Empezaremos por un ejemplo aparentemente “material”. En Xochicalco (Morelos) existe en una cueva artificial un observatorio en forma de chimenea cuya boca hexagonal ligeramente inclinada permite que la luz del sol entre durante 105 días del año y en dos días exactos (14/15 de mayo y 28/29 de julio)  cuando el astro está en su cenit y en el mediodía astronómico, el haz de luz cae directamente a través del tubo proyectando la imagen del sol en el piso del subterráneo. La realización concreta de un semejante observatorio requería necesariamente no sólo conocimientos astronómicos detallados y capacidades de cálculo avanzadas, sino también una habilidad constructiva admirable. Para tener una idea en propósito podemos mencionar el caso de los famosos templos de Abu Simbel en Egipto, originalmente escavados en una pared de roja. La orientación y estructura del mayor de ellos era tal que durante los días 21 de octubre y 21 de febrero (61 días antes y 61 días después del solsticio de invierno, respectivamente)  al levantarse del sol al horizonte sus rayos penetraran hasta el santuario, situado al fondo del templo, e iluminaran las caras de Amón, Ra, y Ramsés II. Debido a la construcción de la presa de Asuán para crear el lago Nasser y el consecuente aumento del nivel del Nilo fue necesario reubicar varios templos, incluidos éstos, que se hallaban a la orilla del río. Un importante equipo internacional se encargó de partir en grandes bloques y volver a montar en un lugar seguro todo el templo. Esta empresa gigantesca duró cuatro años (de 1964 a 1968) y los templos fueron trasladados a un nivel más elevado de 65 metros y perfectamente reconstruidos: el fenómeno solar sigue produciéndose con una pequeña diferencia (60 días antes y después del solsticio en lugar de 61), pero los rayos ya no inciden directamente en la cara del faraón. Los ingenieros y arquitectos actuales, dotados de las tecnologías modernas más avanzadas, no supieron reproducir este detalle sutil. Se puede pensar que, más que nada, no les pareció razonable empeñarse en el complejo trabajo que se necesitaba para reproducir este pequeño detalle, pero este mismo hecho tiene un significado importante. Para los egipcios los dos días tenían un valor sagrado siendo (según dice la tradición) los del nacimiento y de la coronación de Ramses II, el soberano divino hijo del sol, así que esta coincidencia astronómica tenía un sentido religioso, político y social de alto nivel y “merecía” ser subrayada mediante los logros de la más avanzada ciencia astronómica y tecnología constructiva. En otras palabras, la “visita” del dios Sol que cada año en fechas determinadas encontraba la cara del faraón era como la repetición de un “milagro” que confirmaba la alianza entre cielo y tierra, dioses y soberano, soberano y pueblo, que ofrecía solidez y seguridad a los hombres de aquella cultura. La dimensión “humanista” de aquella empresa tecnológica se pierde necesariamente cuando nos limitamos a contemplar la constitución material de aquel templo (y de los restos arqueológicos en general): podemos admirar su belleza y considerar la ingeniosidad de su construcción, pero son como animales embalsamados en un museo, a los cuales les falta aquella “vida” que poseían en su tiempo. Algo parecido vale para Xochicalco. Los antiguos mexicanos, no menos que los egipcios, adoraban al Sol y la “captación” y casi manipulación de sus rayos tenía un valor religioso profundo. En particular sabemos que, cuando los rayos del sol empiezan a entrar, al inicio del día previsto, por la chimenea del observatorio de Xochicalco, se produce una serie de reflejos que dan la impresión de una serpiente de luz que baja de la cumbre a la base de la gruta. Es una especie di evento milagroso, cuya interpretación religiosa surge espontánea dentro del marco de los mitos y las creencias de los pueblos mexicas, en donde la serpiente, bajo sus diferentes variantes y transformaciones, ocupa un lugar privilegiado. De hecho, la destinación religiosa de este observatorio es comúnmente admitida por los arqueólogos, aunque no se pueda detallar los tipos de ceremonias y ritos que allí se celebraban.


Lo que hemos discutido nos autoriza a afirmar que la construcción de observatorios por parte de los antiguos mexicanos era una expresión de alta tecnología, en cuanto implicaba, además de la pericia constructora, la aplicación de complejos conocimientos teóricos. Pero la definición de cualquiera realización tecnológica queda mutilada si no se precisa “a qué sirve”. En el caso nuestro es fácil decir que un observatorio sirve para describir los fenómenos celestes, y ésta es para el hombre moderno una caracterización suficiente. Sin embargo un hombre menos “compartimentado” puede plantear la pregunta ¿a qué sirve conocer los fenómenos celestes?, o cuanto menos ´¿para qué queremos conocer los fenómenos celestes?  Aquí el hombre moderno se queda desamparado, porque por un lado este conocimiento se presenta como “neutral” con respecto a cualquiera aplicación y por otro lado hay muchas aplicaciones posibles de estos mismos conocimientos. Al contrario, para el hombre antiguo, por ejemplo de Egipto o de México, el conocimiento de los fenómenos celestes servía para entender la estructura del mundo, su  orden, y la situación del hombre dentro de este mismo mundo. En otras palabras, la astronomía era un elemento esencial para el planteamiento  y la aplicación de una cosmovisión dentro de la cual tenían que situarse los diferentes aspectos de la existencia humana. Por esto la astronomía podía convertirse en una “ciencia aplicada” para las necesidades de la religión (como hemos visto), pero también en ciencia aplicada para ayudar al hombre a descubrir su destino (astrología, adivinación), o para permitir diagnósticos y terapias de las diferentes enfermedades (constituyendo de tal manera una parte fundamental del contenido teórico de  la medicina). En síntesis, la astronomía tenía un sentido humanista muy profundo y, en la medida en qué sus conocimientos reforzaban la idea de un orden cósmico al cual debe conformarse la vida buena del hombre, presentaba un fuerte alcance ético. De hecho, la idea que el “fundamento” de la ética es constituido por la naturaleza, entendida no puramente como conjunto de cosas, sino como sistema ordenado y intrínsecamente valioso, ha representado a lo largo de la historia una de las perspectivas más sobresalientes para justificar la objetividad de las normas morales. En plena sintonía con esta concepción, la cosmovisión de los antiguos mexicanos enmarcaba el ser humano dentro de un orden material y espiritual cuyo conocimiento era la condición para una existencia auténtica. En aquella perspectiva no había lugar para el “great divide” (la gran división) entre hechos y valores que caracteriza la ética empirista y positivista moderna, ya que el universo era considerado como algo de por sí bueno y positivo, en el cual los hechos ya están connotados por valores.

El calendario

Probablemente muchos de los que están intuitivamente dispuestos a admitir que los antiguos mexicanos poseían en algunos ámbitos una cierta tecnología piensan en lo que comúnmente se llama el “calendario azteca”, conocido también como “piedra del sol” y que se halla reproducido en miles de recuerdos y objetos turísticos. Su forma circular, dividida en una sucesión de coronas circulares concéntricas, a su vez partidas en sectores y llenas de símbolos y figuraciones estilizadas sugiere espontáneamente la idea de un “instrumento científico”, tal vez gracias a una cierta semejanza con los astrolabios que, desde la antigüedad griega hasta el siglo XVII, fueron construidos en Occidente para estudios astronómicos y aplicaciones especialmente a la navegación. Esta analogía no es engañosa, ya que esta piedra, al igual que los astrolabios, sirve para representar una parte del mundo y calcular ciertos hechos presentes o futuros. En el caso del astrolabio lo que se representaba era, en sentido amplio, la esfera celeste por medio de una proyección estereográfica y lo que era posible determinar o calcular era la posición de ciertas estrellas, la latitud de un sitio, la dirección hacia un determinado lugar, la hora del día y de la noche, etc. La piedra del sol es una representación sintética de todo el universo, distribuida en un número preciso de eras (los cinco “soles”) y relacionada con ciertas situaciones astronómicas.  No es éste el lugar para presentar los muchos aspectos de esta piedra y mencionar las discusiones que conciernen a su interpretación. Queremos solamente apuntar que se trata de un calendario, o sea de una representación no del espacio, sino del tiempo que es considerado como una realidad en cierto sentido estática (el tiempo de cualquier calendario no “fluye”, y hoy podemos imprimir un calendario del año 1236 así como del año 5421: pasado y futuro no existen en un calendario, sino se ponen con referencia a un sujeto que dice “ahora”). Muchos especialistas han subrayado que el calendario azteca es dotado de una grandísima precisión, en el sentido de que permite determinar fechas y duraciones temporales con una exactitud mayor que la del mismo calendario gregoriano que, después de su introducción en el siglo XVII, seguimos utilizando hasta la fecha. Para los que saben cuantas mediciones astronómicas y cálculos matemáticos se necesitaron para llegar a la promulgación (por parte del Papa Gregorio XIII) del nuevo calendario en 1582 no es difícil entender que la precisión del calendario azteca supone el dominio de conocimientos astronómicos y habilidades matemáticas de absoluta excelencia y este simple hecho nos obliga a reconocer en este calendario una obra de tecnología muy avanzada. Lo que se supone tan fácilmente está comprobado por los estudios rigurosos que varios especialistas han hecho de los sistemas numéricos, de los diferentes tipos de notaciones (inclusive la posicional), de la manera de realizar operaciones que caracterizaban a la aritmética no sólo de los náhuas, sino también de otras culturas de Mesoamérica, lo que (junto con otras característica comunes) permite de hablar de un calendario mesoamericano con diferentes variantes dependiendo de las diferentes culturas, y la piedra del sol es precisamente la más conocida de estas variantes.
No tendría sentido entrar aquí en una presentación de los aspectos “técnicos”(es decir astronómicos y matemáticos) del calendario azteca, que han sido tratados extensamente por varios especialistas, puesto que nos interesa más considerar otros aspectos que van más allá de la simple exactitud “científica”. La razón que impulsó la Iglesia católica a promover la reforma del antiguo calendario “juliano” era la dificultad de armonizar la fecha de la Pascua -y por consiguiente de las otras fiestas móviles – con los hechos astronómicos. La fecha de la Pascua cae en el primer domingo posterior al plenilunio que sigue al equinoccio de primavera, y las fechas del calendario civil juliano se habían convertido a lo largo de los siglos en un desfase de diez días con respecto a la fecha (21 de marzo) atribuida al equinoccio de primavera en el año 325 (cuando el concilio de Nicea estableció el mencionado criterio astronómico para determinar la fecha de la Pascua). Esta diferencia, que comportaba una variabilidad de la fecha calendárica del equinoccio, era debida a un pequeño error en la determinación de año trópico (es decir del tiempo exacto que necesita la Tierra para dar una revolución completa alrededor del Sol) y que a lo largo de más de 1200 años había producido una diferencia notable. Eliminar esta diferencia significaba eliminar la  discrepancia entre la duración del año litúrgico  (que era también el civil) y el año trópico:  el resultado conseguido fue una sincronización de los tres calendarios conseguida con tomar el año trópico correctamente evaluado como base de referencia.


Estos pocos elementos históricos son suficientes para hacernos conscientes del profundo significado existencial que es inherente al calendario o, mejor dicho, a los calendarios en general. Estos surgen de diferentes exigencias, como la distribución de las actividades agrícolas según los ritmos periódicos de las temporadas, o la consideración de los tiempos más favorables para realizar empresas constructivas o militares, pero pronto reciben significados simbólicos más complejos, ya que de hecho cada comunidad celebra ciertas fechas como memoria de eventos que subrayan su identidad o marcan el camino de su historia. En otro plano se sitúan las fechas de las celebraciones religiosas, ellas también distribuidas según un calendario litúrgico, etc.


Por lo tanto un cierto problema es el de reconocer y armonizar algunos de estos diferentes calendarios y lo interesante de los calendarios mesoamericanos es que en ellos se encuentra la manera de hacerlo. Por ejemplo, había dos calendarios principales, el de 365 días y el de 260 días (este segundo más antiguo, basado en un sistema de numeración vigesimal , vinculado especialmente con prácticas religiosas y presente en todas las culturas de Mesoamérica). Era muy natural entonces querer armonizar estos dos calendarios y los mexicas se dieron cuenta de que ambos coincidías cada 52 años, así que era posible  “fechar” de manera diferente, pero exacta, un mismo día según los dos diferentes calendarios: cosa no elemental desde el punto de vista del mero cálculo matemático, ya que no se trata simplemente de  adicionar o restar un determinado número, como pasa si comparamos calendarios que difieren solamente en la fecha inicial del cómputo de los años, pero admitiendo la misma duración del año. En realidad se trataba de años de diferente duración y por lo tanto el cálculo se presentaba bastante complejo. Pero lo que más impresiona, y que exige una gran capacidad de invención y realización práctica, es el haber encontrado la manera de hacer visible esta coincidencia de valores diferentes sin necesidad de calcularla. Una idea parcial del asunto se puede tener considerando como funcionan relojes mecánicos y medidores tradicionales, en los cuales la rueda dentada correspondiente a una determinada unidad produce, después de un cierto número de giras, el avance de un paso de la rueda dentada correspondiente a la unidad superior, así que en cualquier instante, se puede conocer el valor de ambas escalas. Sin embargo el aparato indica sólo estos valores instantáneos y no el cuadro de todos los valores posibles. En el calendario azteca, al contrario, se presenta algo que corresponde a los “dientes” de una rueda que se insertan en los espacios de otra rueda de diámetro diferente y, como ambas están representadas completamente, a cada valor de la numeración de una aparece el valor correspondiente de la otra (más o menos como pasa en una regla que lleve una escala en centímetros y abajo en correspondencia una escala en pulgadas y, por consiguiente, nos permite determinar a simple vista y sin hacer cálculos la longitud de una línea sea en centímetros que en pulgadas).


Por razones de simplicidad hemos hablado de numeración y números y, si nos limitáramos a esto, tendríamos que decir que el calendario “sirve para” determinar fechas. Lo que es correcto pero muy parcial, ya que podemos preguntar “para qué sirve” calcular fechas y aquí entramos en u n tipo de discurso de alcance muy amplio. No queremos repetir aquí lo que ya hemos brevemente mencionado acerca del significado religioso, civil, social, cultural y en general “simbólico” que en cualquiera época y cultura se atribuye a determinadas fechas que rememoran cíclicamente eventos pasados cargados de un valor particular.  Nos interesa ahora subrayar que en estos antiguos calendarios mexicanos los números siempre están asociados a símbolos y nombres y esto tenía varias implicaciones en la vida individual y social de la gente. Por ejemplo los mexicanos acostumbraban  nombrar a los niños según el día de su nacimiento (por ejemplo 8 Venado, 5 Flos, 3 Movimiento. 11 Lagarto), costumbre que no se ha perdido hoy, ya que no es raro que a un niño se les ponga el nombre del santo del día de su nacimiento. El calendario de 260 días (que más se prestaba a estas prácticas) se utilizaba también para establecer quién era una buena pareja para el matrimonio: el hombre y la mujer tenían que no llevar el mismo número o nombre de día de nacimiento y el número de día del esposo tenía que ser mauyor que el de la novia. Además se trataba de dar preferencia a ciertos nombre y evitar a otros considerados no favorable, hasta el punto que, si un niño nacía en un día desfavorable, los padres, los padrea debía esperar hasta otro día favorable para darle este nombre al niño y así mejorar su destino. La bondad o malicia de los nombres y números de los días determinaba también cuando sembrar  cosechar, cuando empezar las guerras y cuando celebrar bodas. La observancia de estas reglas era particularmente difundida entre los nobles, pero este verdadero sistema de “augurios” interesaba a todos los individuos, puesta que la influencia de la fecha de nacimiento moldeaba y modelaba, según estas creencias, la vida entera. De todo lo dicho se desprende fácilmente el sentido humanístico de este arte calendárico, cuyo conocimiento se consideraba fundamental en la educación no menos que en la formación del carácter de las personas y en la práctica médica.

La medicina

Otro campo en el cual es común reconocer la habilidad técnica de los indígenas prehispánicos es el de la medicina. Cuyo nivel los mismos conquistadores reconocieron superior al nivel alcanzado por la medicina europea del siglo XVI, como es evidente por el hecho mismo que preferían hacerse tratar por los médicos mexicanos más que por sus propios médicos europeos.
Esta superioridad es ampliamente documentada entre otras cosas por sus:

Valores humanísticos y éticos en la medicina prehispánica:
Respeto de la integridad de la persona (cuerpo y alma, cirugía reconstructiva sin amputaciones).
Rectitud moral del médico como condición de su eficacia terapéutica.
Tratamiento de los enemigos.

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