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Ética y Hospitalidad



En la novela de Milan Kundera Ignorancia, dos amigos de la infancia –originarios de la República Checa- se encuentran en su lugar de origen después de 20 años de no haber regresado, pues habían partido al exilio –ella a París y él a Copenhague- forzados por las condiciones de la invasión soviética. Pero este encuentro es trágico, el regreso no fue lo esperado, no fueron recibidos con los brazos abiertos o con las lágrimas en las miradas de quienes los extrañaban; al contrario, fueron ignorados, como si nunca se hubieran ido, como si no hubieran partido, o como si hubieran cometido alguna traición.

Para sus coterráneos, antiguos amigos, amigas y familiares, son extranjeros, sino es que traidores. No los reconocen como familiares y ellos mismos no reconocen familiaridad, es decir semejanza, son extranjeros en tierra de extranjeros hablándole a extranjeros. Tanta nostalgia por el origen perdido, ignorado y anhelado por años se revela como un gran vacío cuando ante sus ojos la familia ya no es familia, porque han vendido sin consideración los objetos que les pertenecían; o las amigas son indiferentes, los lenguajes culinarios no se entienden; ella después de vivir en París trae vino como gesto de generosidad y alegría, pero es rechazada con el simple gesto de que sus antiguas amigas no toman una copa de vino, sino solo cerveza, o su madre la trata como si nunca hubiera crecido.
 Por un lado, nos dice Kundera, quienes se fueron de su lugar de origen viven de la nostalgia, que es un anhelar un mundo perdido, porque se ignora lo que pasa en él mientras se está lejos, se crea un mundo mítico e ideal que lo sustituye, porque no lo puede recordar. Por otro lado, los que se quedaron no pueden anhelar, solo pueden recordar pues no saben lo que sucede más allá de sus fronteras, paradójica experiencia la del devenir humano, si no se sale de sí mismo el recuerdo se convierte en una forma de arraigarse a una identidad sin salida, y si se sale de sí mismo, el anhelo se vuelve una forma desesperada por no perder la morada.

La tragedia de estos personajes que por su nostalgia ya no recordaban como eran, y que sus coterráneos por sus recuerdos, no pueden saber cómo son, en esta dialéctica perversa, los dos amigos se encuentran en un intento desesperado de llenar sus vacíos con una relación íntima, pero al final, él regresa a su tierra extranjera, Dinamarca, y ella yace en el lecho sin saber a dónde pertenecer, personas desterradas de un mundo y del otro, descentradas sin saber a dónde acogerse. Uno pierde la esperanza en la resignación y ella pierde la esperanza en desesperación.

¿Por qué se da esta indiferencia al que un día era familiar y amigo, y después se convierte en extraño, extranjero y hasta enemigo? ¿Por qué el cambio de espacio, de vida, de tiempo, de gustos, de actividades, de lengua, de tiempo provoca el rechazo de quienes se supone debieran recibirlos con amor y alegría? ¿No es acaso una experiencia universal y no sólo del que migra? ¿En dónde se encuentra nuestra morada? ¿Pertenecemos a un país, a una familia, a una tradición, a un lugar, espacio o tiempo específico? O dicho en sentido inverso ¿hacia dónde encaminamos nuestros esfuerzos? ¿Hacía quién, hacía dónde? ¿Habitamos el mundo o es que somos habitados por él? ¿Tenemos raíces, echamos raíces o buscamos raíces? Todas estas preguntas laten en el corazón mismo de la cultura humana que se ha levantado a través del tiempo y de las obras como intento de hacer presente o determinar ese centro sagrado en el que todo adquiere sentido de una forma íntima y que podemos llamar nuestra casa.

Al final del día nos damos cuenta que ningún sentido de pertenencia es suficiente para tener un hogar, como en los personajes de Kundera, aunque nos desesperemos en arraigarnos con justificaciones racionales a objetos específicos o comportarnos como otros hipócritamente para sentir que somos parte de algo que justifica nuestro sentido de ser o de estar o de devenir. Parece ser que la presencia del que regresa fuera un testimonio de que la vida es movimiento, cambio, y quienes se quedaron se vean cuestionados por su propia inmovilidad.  El que regresa, en su movimiento de regreso es como si le dijera al que se quedó ¿Por qué no has cambiado? Y el que se queda es como si le preguntara en su inmovilidad al que ha regresado ¿Por qué has cambiado?

Parece ser que el movimiento de ida y venida cuestiona la autoridad de los esquemas de pensamiento con los que ya pretendemos controlar y apropiarnos del mundo. En general como sujetos cognoscitivos conceptualizamos y objetivamos el mundo para que nos sea manipulable, útil, pero la realidad de la experiencia de la novela de Kundera nos dice que los seres humanos no podemos ser sujetados por unos esquemas. Mientras somos súbditos de ello somos considerados como semejantes, iguales o bienvenidos, si no somos extranjeros, marginados, distanciados por las diferencias inherentes a las exigencias de la condición humana. En algunos casos es la misma experiencia entre padres e hijos cuando unos u otros cambian, para bien, pero son vistos y juzgados como extranjeros por el simple hecho de madurar, de ser diferentes en el sentido profundo de seguir la vocación que les pertenece como personas singulares.

La indiferencia al que regresa o al que se queda es casi mortal, pues es un acto de no re-conocer, es decir, de no conocer de nuevo a quién ya se conocía, o de forma más precisa, es no permitirle al otro que haya cambiado, que haya cambiado de vida, de lugar, de espacio, de lengua, de gustos, es como si le dijéramos a una persona no seas tú. Emmanuel Mounier diría que estas experiencias siempre son contrarias al amor, porque el amor es reconocerle al otro que no puede ser definible, y así darle crédito de su propia autoría sobre sí mismo. Esta dialéctica que amorosamente permitiría acoger al otro en su singularidad que trasciende o transgrede todo esquema de objetivación pero que requiere una relación de unidad con otro es la hospitalidad, como un acto fiel de amor a la singularidad del otro y de sí mismo.

La hospitalidad es la forma de devenir uno y el otro en el mundo sin perder la propia peculiaridad, sin homologar violentamente al otro diferente, sino develando las relaciones de unidad en la propia singularidad; en este sentido la hospitalidad es una constitución fundamental y al mismo tiempo una exigencia ética, en el sentido de organizar una forma de ser en la diferencia. Y es uno de los temas éticos de nuestros tiempos en donde los movimientos de ida y venida de los seres humanos se dan con mayor rapidez y violencia.

Es así como la cuestión de la hospitalidad puede ser muy antigua pero al mismo tiempo es muy actual, sobre todo en un tipo de mundo civilizado que se ha debatido consigo mismo en sus procesos políticos y humanos entre la exclusión y la inclusión, y a veces entre el dominio y la exterminación. Sin hospitalidad la existencia no es posible o deseable de vivir y cuando hay procesos de dominio en los cuales se justifica el orden por la exterminación del otro, la hospitalidad se aniquila de tal modo que toda ética pierde su significado y por ende la posibilidad de un sentido de vida.

¿Qué significa entonces la hospitalidad vista desde esta perspectiva filosófica y ética?
Siguiendo a Jacques Derrida en su conferencia sobre la hospitalidad, la cual está motivada en parte por su propia situación de sentirse exiliado de su nacionalidad (francesa), de su comunidad (judía) y de su lugar de nacimiento (Argelia) al sentir que esos tres niveles de hábitat se ponían en conflicto en la propia historia generando no formas de convivencia sino de exterminación, indiferencia o desacreditación del carácter particular, único, o singular del otro.

La idea de hospitalidad es, en el fondo y no a primera vista, un argumento ontológico de la condición misma del ser humano: la de ser un extranjero de este mundo y cuya patria espiritual está encriptado y en posibilidad de ser descifrada en los hábitos y formas de vida que adquirimos, en los actos de amor reales hacia los otros o hacia el mundo. Es así una forma de vida ética. La hospitalidad nos expresa la misma condición metafísica de las relaciones entre lo uno y lo múltiple, el intersticio del hombre entre la esencia y lo concreto, entre el fundamento y el sentido, en el fondo entre la forma de ser y la morada perdida, el ethos.

Derrida tiene el acierto, como en Kundera, de comprender que la hospitalidad proviene de la experiencia misma del fenómeno de ser un extranjero,  es decir la hospitalidad tiene que ver con la pregunta por el extranjero, o como dice él, es una pregunta venida del extranjero. Esto significa que no es la pregunta que ejerce un extranjero concreto, sino la pregunta que provoca el mismo hecho de ser extranjero. La pregunta que el ser extranjero plantea es parricida y es la pregunta de las preguntas. ¿Qué quiere decir esto? Que ser extranjero implica que no estoy objetivado por las categorías intelectuales o cognitivas con las cuales ejerzo una autoridad, control, poder y señorío en el mundo, ser extranjero es desnudar al sujeto, es desestructurarlo en sus fundamentos de autoconciencia e identidad al estilo cartesiano. En cierto sentido mata la autoridad del padre (simbólicamente), y nos hace sentir desamparados, sin morada, sin lugar, sin hogar, en una palabra vulnerables.

Esta vulnerabilidad, sin embargo, no es una debilidad, es el signo mismo de la imposibilidad de ser pleno al ser reducido a un sentido particular de pertenencia, es decir, es un signo de infinitud y trascendencia del devenir existencial humano, como diría López Quintás de ser un ámbito de posibilidades y no solo un objeto que puede ser medido, dominado o utilizado. Las preguntas que planteábamos que se hacen tanto el que regresa al que se queda y viceversa, ponen en situación de apertura recíproca a uno y a otro, abren la posibilidad a un nivel de relación que transgrede el ámbito de seguridad o confort que ya se posee, partiendo del cuestionamiento sobre la seguridad de la identidad del propio yo, y esto es precisamente lo que causa muchas veces el rechazo, el no querer comprender que el sí mismo no se reduce al yo que ya identificamos, sino en la relación con el otro que nos cuestiona, pues el sentido no está en la identidad, sino en lo que de alguna forma ya habita en nosotros y se revela por la misma interpelación o el diálogo.

La pregunta venida del extranjero es la pregunta de las preguntas, es decir, no es una pregunta concreta, sino sobre el mismo sentido del preguntar, quedando abierto de forma infinita. Y aquí es donde se plantea el tema de la hospitalidad, ¿será posible acoger al otro extranjero, en mi propio lugar, en este punto de descentramiento, de sin morada, de vulnerabilidad, por tanto en el sí mismo, cuando no tengo desde donde condicionarlo, objetivarlo o controlarlo? Esto es lo que Derrida llama la hospitalidad incondicional o también Ley de la hospitalidad, en el sentido de orden esencial. La hospitalidad es, nos dice Derrida: “exige que yo abra mi casa y que dé no sólo al extranjero (…) sino al otro absoluto, desconocido, anónimo, y que le dé lugar, lo deje venir, lo deje llegar, y tener lugar en el lugar que le ofrezco, sin pedirle ni reciprocidad.” (Derrida, J. 2000: 31.)

Por lo cual  la ley o esencia de la hospitalidad como incondicional es un imposible y al mismo tiempo es un movimiento de transgresión de todo condicionamiento. Es el uno metafísico de Aristóteles pero que para concretarse requiere de ser efectiva en condiciones finitas de tiempo y espacio particulares, de propiedades específicas. La hospitalidad incondicional es el terreno de la desapropiación absoluta (en términos cristianos de la absoluta abnegación) y por tanto del estar a la espera total y completa sin referente, en una novedad y sorpresa completas, es la disponibilidad a la fe en toda su fuerza.

El que tenga un carácter de imposibilidad no quiere decir que no acontezca, acontece de hecho y principalmente en las experiencias de amor. Esta condición de ser extranjero o de la hospitalidad como la pregunta venida del extranjero no sólo se produce en el que permite la entrada al extranjero, sino en el extranjero mismo. En estricto sentido, es como cuando dos personas se enamoran se hacen extranjeras una a la otra, pero ahí está la posibilidad real de una hospitalidad incondicional, como diría Kierkegaard de un amor al prójimo auténtico, que en algunos textos se representa de hecho con la relación sexual. La relación sexual de amor auténtico es la expresión más íntima de la hospitalidad incondicional. Pero por lo mismo la violación más directa a una persona y la mayor hostilidad se da en la relación sexual.

La problemática de la experiencia planteada por Kundera se da porque en la posibilidad constitutiva misma de realización concreta de la hospitalidad, paradójicamente va implícita una cierta hostilidad. La hospitalidad se concreta de diversas maneras en lo que Derrida llama hospitalidad condicional o leyes de la hospitalidad, que en términos metafísicos sería la multiplicad de la esencia. Esta multiplicidad condiciona la incondicionalidad de la hospitalidad por lo cual la pervierte inevitablemente, en el sentido de negar su incondicionalidad, por ejemplo las leyes de migración, de una familia, de una cultura, de una lengua etc. Sin embargo esta pervertibilidad es constitutiva de su perfectibilidad. Es decir, la hospitalidad no acontece ni como su esencia absoluta, ni como reducida a una forma de sus leyes concretas, sino que ocurre en el movimiento de vaivén, en el juego de interpretación entre la hospitalidad incondicional o ley de la hospitalidad y la hospitalidad condicional o leyes de la hospitalidad.

La hospitalidad incondicional inspira y está presente en su sentido completo como fundamento y destino en cada ley de hospitalidad, es en sí su condición de posibilidad, y en sentido contrario, la hospitalidad condicional o leyes de la hospitalidad permite concretar en acto esa esencia, lo que ocurre o lo que posibilita que entre las dos se de este juego es como dice Derrida, es un hábitat que organice la vida, en la forma de vivir de los individuos que ejercen la hospitalidad, y que se determinan en su hábitos o formas de ser. Por ello algunos dicen que es una virtud moral que no se puede reducir ni a la idea en sí, ni a las formas institucionales o a sus condiciones que dependen, paradójicamente de la posesión o propiedad del hogar que otorga la hospitalidad.

Vemos entonces cómo el planteamiento de Derrida es más de fondo que una simple política social. La hospitalidad se comprende como la condición de hábitat fundamental de los seres humanos con todo lo que toman relación, de forma análoga con las relaciones dialécticas del problema filosófico de todos los tiempos, lo uno y lo múltiple. Como lo dice en el texto entre más se envuelven se dispersan, y entre más se dispersan se unen. Esto quiere decir que la hospitalidad siempre tiende a lo incondicional pero en las condiciones de finitud que vivimos siempre se imponen limitaciones. La inclusión implica paradójicamente la exclusión. ¿Será entonces posible la hospitalidad incondicional? Probablemente fuera de este mundo o a lo mejor ¿es que todos estamos en busca de esa hospitalidad que no se encuentra en la necesaria hostilidad del mundo? No lo dice Derrida, pero parece implicar que es algo más en la forma en que se ofrece de manera personal a otro y que queda fuera de toda objetividad, podríamos decir en las relaciones de amistad persona a persona.

Es así que para Derrida lo que perfecciona a las leyes de  la hospitalidad es un movimiento de transgresión de las mismas, por el cual pueda hacerse patente realmente quién es la persona, su interioridad, que es el hábitat de la hospitalidad. Kierkegaard plantea algo similar, el amor al prójimo, el amor de Cristo es un escándalo para la razón, es la paradoja absoluta que es al mismo tiempo su pasión y abre el tiempo para la contemporaneidad. La deconstrucción de las leyes de la hospitalidad debe ayudarnos a ver la ley de la hospitalidad en su incondicionalidad, es decir en su posibilidad de acoger al otro en su singularidad, no por nada dice Dooley  que la deconstrucción siempre ha estado preocupada con la hospitalidad y la generosidad o el amor hacia otros. (Dooley, M. 1999: 179)

Lo trágico de los personajes de Kundera es que a su regreso ni siquiera se les ofrece esta hospitalidad, sino que es sincera hostilidad ¿Por qué está implícita la hostilidad en la hospitalidad concreta? Derrida plantea esto de varias maneras muy sugerentes. La primera es cómo el estatuto de extranjero implica derechos para el mismo cuando se le reconoce o se le objetiva como tal y se le convierte en huésped. Este estatuto lo obtiene en la medida en que llega a un lugar, a una morada, a una moral objetiva de la cual hay un dueño, un propietario del hogar, que define y vigila, como el legislador de Rousseau, su identidad, se le pide su nombre, se le pide hablar la misma lengua, se le impone una legítima violencia para que tenga sus derechos hospitalarios, pero siempre seguirá siendo un extranjero, porque el estatuto de extranjero lo da el nacimiento.

Así en el análisis que hace Derrida de Edipo en Colono –la tercera parte de la tragedia de Sófocles- Edipo es un extranjero en varios sentidos, y en todos ellos hay un elemento de no objetivación o de desconocimiento, ignorancia o nostalgia como diría Kundera: es un extranjero por ignorar principalmente su destino, su morada final. Es extranjero al siempre estar en un lugar en el cual no nació, extranjero por no hablar la misma lengua, por no poder ver como los demás, y por no tener al morir una manifestación pública de su morada, ni una manifestación visible de su sepultura, se abre el tiempo al infinito, es la deconstrucción total. Precisamente la hospitalidad incondicional exige acoger a este extranjero en toda su infinitud.

En cambio la hospitalidad condicional exige manifestación, ser público, visible, objetivable, controlable. Es algo parecido a la muerte y resurrección de Cristo, en estricto sentido el sepulcro está vacío, pero nadie sabe cómo es la última morada, sólo hay una invitación y una promesa en el devenir del tiempo. Porque finalmente la hospitalidad como el secreto de la morada de Edipo, como la resurrección de Cristo, sólo puede ofrecerse de persona a persona, si la persona se relaciona con un acto de amor, un secreto inclusive para uno mismo, somos extranjeros completos. En cierta medida la hospitalidad real busca la familiaridad con el extranjero pero respetando su condición de extranjero, la hostilidad busca aniquilar todo lo extranjero.

Es así que Derrida nos explica cómo entre el anfitrión y el huésped, el invitante y el invitado se pueden dar intercambios de propiedad o de expropiaciones, lo cual le ayuda a esclarecer los procesos actuales de migración y de xenofobia. El problema es que si el que invita o anfitrión es dueño de su hogar pero no de sí mismo, o sea de la misma interioridad, espera al invitado con tal ansiedad como se espera al liberador, para que lo libere de su propia responsabilidad sobre de sí, y entonces éste se vuelve dueño de sí, o se le adjudica la responsabilidad, de tal forma que lo vuelve un rehén de sus condiciones de hospitalidad y lo vuelve un esclavo de sus intereses de no ser responsable.

En cambio cuando se es dueño de sí mismo, y no del hogar en sentido de poder, la hospitalidad consiste en dejar entrar completamente al otro sin condiciones en el propio sí mismo, para descubrir de verdad quiénes somos. Esto quiere decir, como diría Mounier reconociendo que no lo puedo objetivar, y que le doy crédito al otro, por lo que no lo condiciono a la hospitalidad en función de unas leyes, sino que lo dejo entrar sin ley, movimiento de transgresión de nuevo.

La hostilidad implícita en la hospitalidad condicionada como perversión de la ley de hospitalidad se da en la medida en que las relaciones no se dan en el reconocimiento y el asumir la condición de extranjeros. De hecho Derrida explica que esta dialéctica de hostilidad-hospitalidad se da porque el anfitrión no quiere hacerse responsable de  sí mismo y quiere así tener un rehén al que pueda obligar o atar para transferirle su responsabilidad. Como los procesos de ciudadanos que no quieren serlo más y para independizarse toman como rehenes a otros que antes eran amigos. O como la tragedia de la novela de Kundera, la hostilidad en el regreso tiene que ver con el no aceptarlos como extranjeros en su sí mismo que  se sabe vulnerable y cambiante, sino que tratan de objetivarlos sin cambio, sin vulnerabilidad, con la indiferencia obligándolos con chantaje moral a ser quienes ya no son, y así perder toda morada real.

Ciertamente no puede haber hospitalidad si no hay un dueño del hogar, de otra forma ¿qué podría ofrecerse? Pero el discernimiento fino es de qué manera somos dueños y qué consideramos el hogar, de nuevo, si ser dueño es una forma de dominio o nde poder sobre un algo concreto, la hospitalidad se vuelve hostilidad, en cambio, si ser dueño es responsabilidad de sí mismo, de la propia condición humana, la hospitalidad es responsabilidad hacía la presencia del otro.

Este es el punto en el cual Derrida  trata el tema del lenguaje y la lengua en relación a la hospitalidad. Para Derrida lo que primero hacemos para que un extranjero sea reconocido es obligarle a que se comunique en la propia lengua, la lengua es por un lado una forma de objetivación y de infringir violencia en el otro. Pero a la vez, la lengua materna es ya de por sí de otro, nos viene de otro que no somos, y al mismo tiempo es móvil, nos acompaña a todos lados y es condición de posibilidad de uso de cualquier dispositivo de comunicación.

La lengua es lo más móvil pero al mismo tiempo lo que siempre se está separando, porque viene de otro y va hacia otro. En este sentido el lenguaje como diría Gadamer, no se reduce a la lengua, sino que es la misma hospitalidad. Porque el lenguaje es el sentido de lo dicho que para serlo acontece en el tiempo en un movimiento de juego no predeterminado por un sujeto, por lo que requiere de un auto-olvido de su propia estructura y una apertura a la situación de interrogación y existencial de lo dicho, es decir un penetrar en las narraciones, en un sentido de fusionar los horizontes, con un sentido de espera paciente de revelación del sentido. En la novela de Kundera lo que se ve claramente como acto de indiferencia es no permitir que el que regresa narre su historia, nadie le pregunta nada, nadie quiere saber sobre ella o él, la violencia que se les impone es no permitirles variar o ampliar el sentido de sus propios horizontes de pensamiento.

La hospitalidad es cuando al recién llegado le decimos sí en su peculiaridad reconociendo su infinitud, su ser amado y su in-objetivilidad, y su estatuto de extranjero, en el cual paradójicamente podemos identificar nuestra propia condición, y en ese proceso acogemos al otro en la propia mismidad, sin pedirle condición alguna, sino permitiéndole encontrar su morada, y al encontrarla transmitirla en el secreto del que ha sido acogido también, una relación hospitalaria entre huésped y anfitrión, que se ofrece gratuita y generosamente de persona a persona. Este ofrecimiento podríamos decir, con Gadamer, que es el diálogo, como lenguaje realizado en el cual se pretende en el tiempo presente hacer presente las narraciones de unos y otros, develando un sentido común, imposibilitar este diálogo sería una violencia del conocimiento o de la palabra.

Por lo mismo la hospitalidad es uno de los acontecimientos en los cuales se desarrolla la cultura de forma más palpable como en la gastronomía que se ha dado como las formas de intercambio entre varias culturas, la música que en algunos momentos históricos ha sido un lenguaje universal, el arte, la literatura y el pensamiento, en una palabra humanidades o un espíritu de nobleza como diría Rob Riemen.   

La hospitalidad es finalmente lo que une lo invisible con lo visible, los muertos con los vivos, porque la búsqueda de la hospitalidad es a la vez la búsqueda de la morada original, o de la morada final, la búsqueda del paraíso perdido. Y es en este sentido que los personajes de Kundera cuando pretendieron regresar después de 20 años de exilio era reunirse con su morada original en su nuevo tiempo presente, como dice Derrida los exiliados siempre tienen dos nostalgias: su lengua y sus muertos.  Esta unidad es la que se da en actos de amor como la misericordia porque no puede reducirse a una forma concreta de actuar, no espera ninguna reciprocidad. La hospitalidad se da en estos actos de acoger en la memoria, en la representación simbólica, en el arte y la cultura, como en las películas de Todas las mañanas del mundo, la música es la hospitalidad, en la película china El baño es el baño tipo turco, en la película Una vida iluminada es el propio viaje de comprensión del origen de su abuelo que le hizo posible estar vivo, porque en todos esos ámbitos, hay una hospitalidad un acogimiento en el sí mismo sin condiciones, un encuentro con las propias narraciones, en los cuales quienes son acogidos pueden a su vez representarse a sí mismos. La hospitalidad es este poder representarse a sí mismos en las representaciones de otros.

Hospitalidad, amor y lenguaje es la tríada que conforman el horizonte ético que se debate en este nuevo siglo.  La tragedia de los personajes de Kundera y las reflexiones de Derrida sobre la hospitalidad, nos ponen al descubierto que la condición de extranjeros no se reduce a una experiencia específica, sino que es condición humana, y que la hospitalidad debe inspirar no sólo una serie de leyes efectivas, sino virtudes morales y pasiones morales para ofrecerle al otro acogimiento, sin condiciones de convertirlo en súbdito de nuestras obsesiones, prejuicios, clichés o lugares comunes. La afronta ética de la hospitalidad es la apertura al singular en la propia singularidad y a la transgresión de la propia identidad, para encontrarnos en la propia vulnerabilidad del devenir hacia ese paraíso perdido del que tanto anhelaba Cioran en su lágrimas lúcidas. ¿Seremos capaces de ello?

Biblografía:
Jacques Derrida  y Anne Doufourmantelle (2000) La hospitalidad. Ediciones de la Flor, Buenos Aires, Argentina.
Mark Dooley (1999) “The Politics of Exodus: Derrida, Kierkegaard, and Levinas on ‘Hospitality’” en Perkins, Robert L. (ed.) Works of love. International Kierkegaard commentary vol. 16. Mercer University Press, Georgia, USA. Pp. 167-192.
Hans-Georg Gadamer (2010) “Hombre y lenguaje” en Verdad y Método II. Sígueme, Salamanca, España.
Milan Kundera (2009) La Ignorancia. Tusquets. Madrid, España.